Por Fabio Mendoza Obando
Mi hermano Gabriel y yo no teníamos edad para dar el servicio militar obligatorio que la dictadura había decretado. El caso fue que nos crecimos de una sola vez, el más alto era yo, por lo que aparentábamos tener edad suficiente para cargar una AKA-47 y quinientos tiros. Con la estrategia de mamá y papá sus dos hijos no iríamos a la guerra. A mí en particular me entristecía saber que no dormiría cómodamente en casa, una vez por allá lo hacíamos, la mayor parte del tiempo la pasábamos escondidos en lo más recóndito de la montaña para no ser capturados.
Una cuadrilla especial de reclutamiento era la que fustigaba casi todos los días en busca de los hermanos Mendoza, era una búsqueda bien planificada y exhaustiva por los reclutadores, habían dicho que vivos o muertos seríamos capturados para ser llevados en contra de nuestra voluntad, según ellos a defender la revolución, es decir a ser carnada de cañón para que los comandantes comunistas siguieran entronizándose en el poder. Fueron incontables las veces que capturaban a los jóvenes, le daban armas y municiones sin ningún tipo de entrenamiento, los mandaban en camiones a combatir al frente de guerra y al día siguiente se los entregaban muertos a sus familiares.
Mi hermana mayor se llama María Auxiliadora, ella es una mujer excepcional, de mis cinco hermanas es la más aventada y no tiene miedo cuando de defender la justicia se trata. Es una mujer muy ágil, hasta me daba la impresión como que si había recibido entrenamiento militar, fue por eso que le ganó a la cuadrilla de reclutadores varias arremetidas. A veces reflexiono de por qué mi hermanita está viva, si fueron innumerables las veces que por avisarnos a Gabriel y a mí que nos tendían una emboscada, ella corría en medio de las balas a nuestra defensa y arriesgando su vida.
Escribo esto y me siento abrumado con esos recuerdos, el corazón se me estruja y pienso en cuanta valentía hay en esta mujer de buena estatura, piel canela pero de un corazón guerrero impresionante y valiente. Aquella vez marcó para siempre nuestras vidas, estuvimos a punto de ser asesinados por la cuadrilla de reclutadores del ejército. No sé cómo llegó María Auxiliadora a donde nos encontrábamos, si no ha sido por ella que tuvo que pasar filosos alambrados, desechar con sus manos matas altas cubiertas de espinas y la agilidad de correr tan rápido entre el monte hasta llegar donde nos encontrabas a darnos la voz de aviso que había que huir.
Papá había comprado a un señor que colindaba con la finca una caldera que se utiliza para hacer miel de caña. Como era los tiempos de la revolución que todo había escaseado, todo era limitado, había un racionamiento terrible de alimentos, a falta de azúcar se producía la miel en nuestra familia, dulce y alfeñique. Teníamos que llevar la caldera a la molienda, para eso Mami fue artífice del plan, entre todos más algunos vecinos hicimos un grupo de ocho personas y con la ayuda de una yunta de bueyes, lo que nos garantizaba que el recorrido de más de tres mil metros sería fácil y rápido.
Muy de mañana, apenas estuviera que se pudiera ver, nos fuimos sin hacer bulla, a pesar que todos éramos adolescentes, por nuestro bien acatábamos las órdenes superiores de nuestros padres al pie de la letra. Mi hermana era la encargada de vigilar a la distancia cualquier movimiento de la presencia de los reclutadores del ejército en el lugar, ella era como un militar, nunca dijo no. Lo que nadie se dio cuenta fue que los reclutadores habían llegado desde antes de las cuatro de la madrugada y se encontraban escondidos entre los matorrales verdes cerca de la casa. Ellos vieron todos nuestros movimientos y tal parece que la orden era terminar con nosotros y por eso nos tendieron la emboscada.
Estábamos a veinticinco metros de cruzar la línea para entrar al destino final, cuando de pronto una voz cansada interrumpió el avance del viaje y tres veces dijo: ¡córranse muchachos! ¡córranse muchachos! ¡córranse muchachos!. Era mi hermana María Auxiliadora. Al escuchar la voz de alerta de ella corrimos de forma dispersa por matorrales y altos árboles y el sonido de las AKA-47 y lanza morteros de alto calibre se dejaron sentir sobre nosotros. Nunca había sentido a mi corta edad la muerte tan cerca como ese día. Corrimos tanto que quedamos perdidos entre las montañas. Yo me fui a un hueco de más de siete metros de profundidad, estuve ahí desde la mañana hasta las tres de la tarde.
Ese día mi madre y mi hermana desafiaron una vez más, llenas de valentía a los reclutadores del ejército. Antes que hicieran la emboscada, mi madre los entretuvo y mi hermana salió corriendo a la vista de todos los fieros militares, la siguieron y ella los evadió como si era militar también hasta llegar a donde estábamos haciendo fuerza para llevar la caldera a su nuevo lugar. Y hubo algo admirable que fue que les dijo de frente que ella misma había avisado a nosotros para que no fuéramos reclutados. Los militares dieron la vuelta y regresaron a la base militar. Salimos todos ilesos y cuando nos reunimos por la noche vi a mi madre que de pronto se le humedecieron los ojos.
El autor es poeta y escritor miáguense