Lujuria y deseo

418

Por María Beatriz Muñoz Ruiz

 El día seis de septiembre se celebra el día mundial del sexo, ese mismo día de hace años mi marido me llevó a unos hermosos jardines y me pidió salir oficialmente, ¿Qué estabais pensando? Mentes sucias…

Pero hoy no voy a hablar de mí, hoy quiero que disfrutéis de la libertad que aporta la imaginación. Hoy quiero ser vuestra guía en el mundo de los sueños del erotismo.

Lo mejor de escribir novelas románticas eróticas es que puedo convertirme en el personaje que yo desee ser, en algunas novelas soy pelirroja, en otras morena y en otras rubia, eso sí, siempre me pongo un cuerpo espectacular, ya veis, una vez puestos a elegir me quedo con la mejor opción.

Mi historia comenzaría así:

Nueva York, la ciudad que nunca duerme, bullía bajo mis pies como si se tratara de un gran acuario de peces pequeñitos e hiperactivos vistos desde la planta quince donde se situaba mi apartamento.

Sola, con una copa de vino blanco en el suelo justo al lado de mi cama, donde me hallaba sentada tecleando el prólogo de mi nueva novela de vampiros.

¿Mi protagonista masculino? Alto, muy alto, de hombros anchos, piel tostada y ojos verdes. Se acerca a la protagonista desprendiendo poder, seguridad, y un aura de posesión a la que pocas mujeres se podrían resistir. Aparece de la nada, sin hacer ruido, con la rapidez y el sigilo dignos de vampiros ancestrales.

Sus ojos cambian de color al mirar a la protagonista de mi novela, se vuelven oscuros y peligrosos, vestido con un traje clásico en negro y una camisa blanca abierta. Sus pies están descalzos y su pelo parece más salvaje que en la fiesta.

Ahora soy yo la que muerdo mis labios, me olvido de la protagonista, se me seca la boca y recuerdo que tengo mi copa de vino en el suelo. Sin desviar la vista de mi portátil, llevo el vino a mis labios, pero… mi historia debe esperar, mi vino ha dejado de ser blanco, echándole un vistazo rápido habría jurado que se había convertido en vino tinto, pero su textura no era de vino, de mis labios caía una espesa gota indefinida.

–No lo pienses, bebe– dijo una voz de hombre desde la puerta de mi dormitorio. Mi copa casi cae de mis manos, allí estaba, el protagonista que acababa de describir en mi novela, froté mis ojos pensando que, o bien había bebido demasiado o me había quedado dormida escribiendo y estaba soñando.

–No estás soñando, tú me llamaste y aquí estoy, esta noche soy tuyo y tú eres mía.

Apenas pude balbucear palabras sin sentido, pero no me hicieron falta, él se acercó lentamente, con seguridad y con esa media sonrisa pícara de quien sabe que ha ganado.

Cogió mi copa y le dio un sorbo, ahora sabía que no era vino, lo que había en la copa era sangre que ahora dibujaba sus gruesos labios haciéndolos más apetecibles.

Soltó la copa, apartó mi portátil y con la pasión de alguien hambriento, me asió del cuello y hundió su lengua empapada en sangre en mi boca, mi gemido hizo que él volviera a sonreír y sin saber cómo, su cuerpo desnudo y perfecto presionaba el mío sobre la cama en la que minutos antes había estado fantaseando con él. Su lengua comenzó un recorrido lento y tortuoso por mi cuerpo, el roce de sus colmillos sobre mi piel, hacía que me excitara más y mi cuerpo se arqueara buscando el suyo, pero él parecía disfrutar torturándome con cada caricia. Entonces, cuando mi cuerpo ardía en llamas y deseos de que me poseyera, subió a mi cuello y me hizo suya a la vez que sus colmillos se hundían en mi piel. No sé si alcancé el éxtasis cuando él entró en mí cuerpo o cuando me succionó la sangre que gustosa le di. Bueno, en realidad, creo que fue todo en conjunto, pero por si no me lo creía repetimos varias veces a lo largo de la noche.

Cuando el teléfono sonó a las diez de la mañana y mi amiga me recriminó que la había dejado plantada en la cafetería, miré junto a mí y él no estaba. ¿Había sido un sueño? Todo estaba perfecto, debía haber sido un sueño.

–En quince minutos estoy allí– le aseguré a mi amiga mientras me vestía rápidamente.

Aún estaba acalorada cuando entré en el ascensor, me miré en el espejo… y allí estaban, las marcas de sus colmillos.

SHARE