Antes de que caiga la última hoja

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Sergio Reyes II.

Había en el terruño un viejo árbol, testigo de épocas idas. Su grueso tronco y profundo ramaje, que finalizaba en caprichosos y enmarañados charamicos, evidenciaba la inmensidad de acontecimientos e historias que habíanse producido y desfilado frente a él, en su longeva existencia.

En contraste con tan imponente presencia, tan solo algunas hojas de pálidos tonos asomaban de cuando en cuando y con timidez por entre la ramazón, cuando algún benigno vientecillo prodigaba sus generosas caricias, llevando fresco y aliento de vida al tronco, ramas, … y a las escasas hojas.

Para mí, como diletante en estas cosas, siempre constituyó un enigma la manera en que tronco y ramas se mantenían impertérritas e inconmovibles, sin dar su brazo a torcer. Más aún, al observar las frágiles y endebles hojitas, últimas de una prolífica floresta, cuando oscilaban, imbatibles, enfrentando con inusitada gallardía las indolentes ráfagas de huracanes y ventoleras, sin caer hasta el suelo.

Parecería como si quisieran darnos, a todos, alguna lección de vida, antes de desaparecer de la faz de la tierra.

Y quise, andando a tientas en los túneles de lo desconocido, descubrir por mí mismo, las mil y una historias que aquellas exiguas hojas pudiesen contarme: lo que vieron y vivieron en su añosa vida vegetal y todo cuanto protagonizaron los ramajes, frutos y hojas del corpulento árbol, de lo que apenas quedaba las señas grabadas a lo largo del cuerpo principal, cuál si fuesen profundas cicatrices, testigos mudos de lo que fue y ya no era más.

De cuando en cuando, en mis viajes al terruño, corría enfebrecido hasta los pies del viejo árbol para descubrir si aún seguía en pie. Pero llegó el día en que, con nudos en la garganta, empecé a contar en regresivo la forma en que, una a una, empezaron a caer las últimas hojas, dejando asomos de llanto y dolor entre los miembros de la comunidad.

Quisimos abonar el terreno que bordeaba el tronco del añejo árbol. Con inenarrables muestras de cariño y ternura regamos con agua fresca sus robustas raíces y hasta hubo alguien que colgó cajitas de madera y bebederos, en la intención de propiciar que las aves silvestres volviesen a anidar en las ramas y alegrasen con sus trinos la frágil existencia de las últimas hojas.

Pero nada se logró con ello!

Hace poco, tan solo unos meses, regresé al lar nativo y observé, en lontananza, colgando apenas de un ovillo, la última hoja del viejo árbol. Me hice a mí mismo y por nueva vez la firme promesa de calentar en mis manos aquella arrugada pero aún vigorosa hoja. Hilvané en mis pensamientos, las mil y una maneras posibles de dar un poco de calor y vida a aquella endeble hoja, creyendo, iluso, que podía rescatarle de lo inevitable. E intenté, también, mirando sus bordes y nervaduras, entrever los detalles de aquella voluminosa historia que siempre quise escribir y cuyos intríngulis sólo aquella exangüe y solitaria hoja me podían confiar.

No pudo ser.

Hace apenas unas horas que un entristecido ruiseñor nos dio el aviso de que le vio caer y rodar en el vacío desde el encrespado ramaje al que se mantenía aferrada, ostentando con valentía su condición de ser la última de una especie y de una generación de valientes guerreros.

Con el estrépito de su caída, cuentan que desde el fondo de la tierra fueron levantándose las hojas, charamicos, los ramajes y los múltiples frutos de aquel árbol que fue leyenda en sus años de dominio, en la frontera.

Y en un sublime canto a los valores familiares, apilados en derredor del tronco y contando con la fuerza del espíritu de los que se fueron antes, los representantes de las nuevas cosechas hemos unido nuestras manos en este día para despedir con devoción a la última hoja de nuestro amoroso árbol, símbolo del legado familiar.

Ve en paz a tu última morada, Ana Rosa Reyes Jiménez!!

 

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