Por Carlos Díaz Picasso
Escribir sobre un amigo que no está presente, es una extraña forma pero distinta de conversar a la espalda de alguien, detenemos nuestros dedos del teclado cómplice y transmisor de nuestra en este caso tristeza.
Nos remontamos entonces en el tiempo, a algo más de 35 años, casi 40, para muchos serian muchos, para ti, que partiste son nada y para nosotros, tus amigos desde antes, apenas unos pocos.
Mozalbetes, jovenzuelos, soñadores, vividores del día a día y amante de la risa, en conjunto eso éramos entonces, hoy somos otra cosa, muchos anhelos cumplidos, algunos traumas adquiridos, junto al cansancio de aquilatar casi medio siglo, o algo más, es el conjunto que suma lo que hoy somos.

Si tomas la calle 3 de nuestro barrio, en dirección contraria a la 25 de febrero, donde muere la calle, específicamente en la calle 8, encontraras un edificio de dos niveles y 6 pequeños apartamentos, ahí, en el segundo nivel, junto a su madre, una hermana mayor y un hermano menor, vivia a quien les llamábamos Enrique Cabeza.
Gustavito, Manguera, el Gago, Piche, el Mono, Caonabo, Hatuey, Ruskito y Davisito, eran algunos de los muchachos del entorno.
En la esquina conformada por las dos calles que he hecho mención, teníamos una cancha de baloncesto, sitio casi obligado para juntarnos todas las tardes a jugar, nuestras mallugaduras y moretones producto del estilo griego en defender la posibilidad del enceste de la vieja bola en un aro de metal carente de mallas, nos garantizaba quizás, el posible triunfo del equipo de tres, al final, solo se ganaba el pase a otro rudo combate escudado de deportes, y eso lo repetíamos día tras días.
Para ese entonces, principios y mediados de los años 80, de manera gradual, uno tras otros, en familia o individual, tomaron la ola de emigrar lejos del barrio, hacia otros países, se nos fue arrancando la sin igual alianza de amistad, la liga se fue quedando sin miembros.
Enrique y su familia se fueron para Puerto Rico, como se decía entonces, les salieron sus papeles.
Una vez instalado en la isla del Encanto, este amigo se marchó para Nueva York, en donde se reencontró con otros amigos, quienes al igual que él se aventuraron hacia esa nación, entre estos yo no me incluyo.
En Estados Unidos nunca sembró un enemigo, por el contrario y no es para menos, su ánimo, solidaridad, sonrisa y amabilidad fueron tierra agua y abono que le hizo cosechar muchos amigos más.
Ya hecho un hombre joven, y económicamente con mejor posición, retorna a nuestro país, mantiene presencia e incidencia afectiva con nuestro sector y a pesar de que no estaba igual, en términos humano era el mismo Enrique Cabeza de siempre.
En una ocasión me regalo 10 mil pesos, lo cual fueron utilizados para una actividad infantil de juegos populares que organizamos y en la que, preparamos una comida para 250 niños de nuestro barrio, recientemente, muy reciente, en las navidades pasadas nos hizo un aporte de 7, 500 pesos, los cuales utilizamos para la cena navideña del barrio, ese día, Enrique ceno con nosotros.
Enrique nos iba a cooperar para una vez pase la pandemia para instalar la cancha de baloncesto en la calle Respaldo las Américas con calle 1, para lo que era de beneficio al barrio siempre me apoyo.
Hoy, Enrique no está, físicamente partió para perpetuarse en nuestra memoria, nuestro amigo fue vencido por una enfermedad que lo conllevo a colocar sobre sus hombros una insoportable carga y no lo pudo superar.
Enrique partió, y con el se llevó todo lo que no tenemos y extrañamos, se llevó el alegre hedor salino de nuestros cuerpos sudorados del baloncesto infantil, se llevó nuestra niñez, se llevó con su partida el barrio de entonces.
Apago su sonrisa, más nunca se apagara nuestra amistad de medio siglos.
Adiós campeón, te recordaremos por siempre y hoy aunque no estas seguiremos amándote y nada más.
El autor es odontólogo, político, dirigente deportivo y líder comunitario